martes, 13 de noviembre de 2012

Temor a las despedidas

Las despedidas son una parte ineludible de la vida porque el tiempo siempre se acaba. Nacemos con un contador invisible que, a veces despacio y a veces de prisa, marca el tiempo que nos queda aquí. Entonces siempre decimos adiós. Sin embargo, hay despedidas que son inocuas e intrascendentes y otras que prolongamos y a las que le añadimos puntos suspensivos con el afán de retomarlas en algún momento.

"¿Por qué no eres una persona normal?", me dijo no queriendo decirme. No sé. Supongo que la normalidad me aterra porque sé que lo bello rara vez es normal. Claro, hay belleza en lo rutinario que pasa desapercibido pero no es mi punto. El punto es que las historias que inspiran y enaltecen casi siempre pecan de anormales.

Sin embargo, creo saber el por qué de mi fobia a las despedidas importantes. 

Recién acaba de cumplir 15 años a finales del 2000. Era un mocoso petulante y "chiflado", acostumbrado al "Sí" y sintiéndome merecedor de todo. Era el 4 de diciembre del 2000 y era un día rutinario: había salido de la secundaria, mi madre había pasado por mí y por mis hermanos para comer en casa de mis abuelos. Un día como cualquier otro en aquellos años en los que la rutina era estable y despreocupada. 

Amaba y amo a mi abuela. Ella fue una madre postiza para mí puesto que mis papás, médicos ambos, rara vez podían estar con nosotros. En esa casa aprendí a leer, a realizar operaciones aritméticas, devoraba con el mismo apetito cómics que libros de Julio Verne y Alejandro Dumas. Igual devoraba la comida que mi abuela nos preparaba. De hecho, es fecha que sigo amando los "frijoles con chorizo" por un factor emocional: mi abuela me insistía desde chico que los frijoles contenían grandes cantidades de hierro y que éso aseguraría el que creciera fuerte y sano. Nunca he podido quitarme esa idea y supongo que por éso son parte integral de mi alimentación todavía. Vínculos emocionales gastrológicos, supongo.

Lo que pasó fue un accidente, una coincidencia asociada a la típica estupidez humana. Es frustrante no recordar los detalles. Sé que me enojé con mi abuela. Sé que fue por algún motivo bobo y sin importancia pero sostuve mi berrinche. Huí de la mesa de la cocina y me encerré en un cuarto, leyendo y esperando que fuera la hora de partir. Antes de irnos, mi abuela se acercó a mí con los ojos llorosos, ofreciendo disculpas por algo que no hizo y que no debía importar. No las acepté. Nos fuimos de la casa y no quise despedirme de ella. Nos fuimos y no la volví a ver.

Ella tenía años padeciendo de hipertensión arterial y ya había tenido un infarto. Ese día estuvimos esperando en mi casa a que regresaran mis papás, viendo la TV y jugando videojuegos. Llegaron juntos, con el semblante sombrío y nos dieron la noticia. El mundo se me fue a los pies. No, se fue al carajo, a la Chingada, a la Mierda. No quise despedirme y nunca más iba a tener la oportunidad de besar su rostro, de abrazarla, de oler sus manos, de hacerla reír, de decirle que la quiero y que me perdonara por ser tan idiota.

Sé que no fue mi culpa y que fue un triste accidente pero aprendí algo, tal vez hasta un punto patológico: nunca más voy a despedirme de alguien que quiero estando enojado. Ese contador en reversa existe y prefiero despedirme sonriendo y con un "Te quiero" en los labios antes que volver a martirizarme con hubieras inexistentes.

Entonces, aunque no lo leas todavía y aunque estés lejos, lo escribo aquí, en parte por mi salud mental, por seguir con mi compromiso hacia mí mismo, y principalmente porque lo siento quemándome: Te quiero.

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