domingo, 27 de febrero de 2011

Para variar, una de cosas peores.


Hasta ahorita me he mantenido fiel al propósito de abarcar temas futbolísticos. Lo malo es que me gustó éso de escribir cuentos y hasta el momento no he tenido ni la inclinación ni la inspiración para emprender esa travesía. Más que nada, me ha faltado inspiración.

Quiero dejar claro que pretendo darle una continuidad a este blog y no dejarlo como la mayoría de mis planes: en planes y cosas hechas a medias. Confieso que es uno de mis defectos que más detesto. Soy pronto para entusiasmarme pero lerdo para perseverar.

Hace rato me acometió la inspiración de, para no verme falto de material literario, intentar (aquí sí el énfasis es en INTENTAR, no prometo nada) reseñar cada una de las películas y/o libros que vea y lea. Nadie está más consciente de mi falta de credenciales para pretender pasar por experto en la materia, pero creo que a veces me clavo en detalles que para muchos pueden pasar insignificantes y pues darle una perspectiva diferente. O ya de perdido, si alguien tiene el tiempo y el deseo, puede compartir conmigo su opinión y fomentar el debate, inexistente en este lugar ja.

Y como añadidura, me podría servir para de perdido escribir algo y trabajar en mi memoria y habilidades de redacción. Definitivamente, no va a ser lo mismo que leer la página de Wikipedia en cuestión. Prometo mantenerme spoiler free, en la medida de lo posible. El que a mi me valga madre que me "arruinen" la trama de algo no justifica que yo lo haga accidentalmente.

En fin, sé que es un post tan aburrido como innecesario pero prometo enmendar mis faltas pronto. El arrepentimiento y la voluntad de no pecar están.


jueves, 3 de febrero de 2011

Un viejo narizón.


Como todas las tardes desde hace más de 30 años, Osvaldo Aréchiga, el mítico "Narizón", está sentado en su mecedora en el porche de su casa. Está completamente solo, como lo ha estado desde hace más años que los que lleva siguiendo esta rutina.

Mete la mano en el bolsillo delantero de la camisa y saca un cigarrillo. Con gesto automático, lo enciende y tarda en exhalar el humo, mientras su mirada se dirige al vacío.

Lleva más de 30 años viviendo en su casita de un piso, una recámara y cocineta en la calle Héroes de Nacozari de la Colonia Azteca #220-B. Es un viejo de 78 años, con la cabellera cana, de complexión robusta y una nariz aguileña de proporciones fabulosas que le ganó el apodo que lo persiguió desde la infancia.

Nunca supo hacer otra cosa. Para la escuela era tonto y flojo. Además, había que trabajarle para poder ayudar a su familia a sobrevivir. Era el mayor de 8 hijos (2 de los cuales fallecieron antes de cumplir el año de vida). Intentaba evitar pensar en su padre y en los pocos recuerdos que conservaba de él. Sí, era un alcohólico. Recordaba las escenas veladas por la neblina del tiempo en los que su madre lloraba y gritaba. El Narizón abrazaba a su hermano Lalo y le cubría las orejas con sus manos, mientras él seguía acostado con la mirada ausente y desconcertada.

Entonces fue una jugada del destino que la torpeza para las habilidades mentales, Dios se lo compensara con ese don. Con un balón de futbol, con un montón de trapos amarrados, con una naranja y (había testigos) con una canica... era un natural. Parecía que sus pies y el objeto en cuestión tenían una relación simbiótica incomprendida por el Universo, que los había puesto en lugares separados. Él veía un arte en malabarearlos, inventaba nuevos jueguitos, contaba y constantemente superaba su record. Ese talento dispuso que el único buen recuerdo de su padre, fuera cuando lo llamaba a la cantina en la que pasaba las tardes el viejo para que demostrara a los beodos del lugar que era cierto, que había un prodigio en el barrio.

A los 11 dejó de estudiar para trabajar de lo que cayera. A los 13 su papá se fue con "la huila de Rosita", según palabras de su madre. A los 14 dio su primer beso. A los 15 lo descubrió el Atlético Bari.

En una tarde que parecía haber acontecido en otra vida, estaba en el potrero jugando con los de costumbre. Al ser el crack, se le encomendaba organizar los equipos y su equipo siempre jugaba con menos. Entre semana, jugaban desde que salía de trabajar hasta que la Luna no los iluminaba lo suficiente como para jugar. Los fines de semana, cuando era libre, jugaban todo el día hasta que su mamá lo mandaba llamar.

Él controlaba su talento. Sabía que eran juegos, que si su equipo siempre ganaba 15-3 terminarían por fastidiarse de él y tal vez le prohibirían jugar. Entonces, tocaba la pelota lo menos posible, intentaba que sus compañeros anotaran los goles, no driblaba ni conducía el balón. Y a veces, se equivocaba. Fingir con su querida le dolía en el alma pero son sacrificios que uno tiene que hacer. Terminaba los partidos con un grito de gol ahogado en la garganta, y una envidia verdadera hacia los que tuvieron la dicha de enviar sus trazos a la inmortalidad del gol.

Pero a veces se descuidaba. Afortunadamente, ésa vez se descuidó.

Había llegado un chico nuevo que no era nada malo. Para variar, descubrió la competencia y éso encendió un fuego en su interior. Pedía la pelota a gritos, se enojaba con sus compañeros y le mentaba la madre al flaco del Jirafa que había mandado el balón volando sobre el travesaño. Si normalmente sobresalía, ahora brillaba. Pero el nuevo aguantaba bien, no se desesperaba, lo perseguía y, de vez en cuando, le daba una patada en la espinilla que al Narizón no le caía nada bien.

Le llegó el balón en la media cancha. Controló exquisitamente y levantó la mirada. Le cayeron inmediatamente dos, y con dos movimientos de cintura, una gambeta y un cambio de velocidad los dejó plantados en el suelo. Enfiló a toda velocidad hacia la meta, cacheteando el esférico, acariciándolo, pensando en nada mas que en el gol.

Le salió al cruce el chico. Lo amagó hacia fuera, y nada. Pisó la pelota y la rodó hacia atrás, y el chico seguía imperturbable. El Nari no se desesperó. Levantó la mirada, fintó con ella un pase lateral y en su lugar pisó el balón, lo punteó con el otro pie para que rebotara en el talón, y como un acto de prestidigitación, con el talón del otro pie envió el balón hacia delante, sobre la cabeza del anodadado defensor. Lo demás fue lo sencillo. Siempre sabía a donde patear, donde el arquero jamás alcanzaría a su querida, donde el destino que la aguardaba desde siempre se convertiría en realidad.

Lo que pasó después fue todavía más sencillo. Resultó que el chico era hijo del entrenador de Fuerzas Básicas del club. Eran recién llegados a la ciudad, y el señor Piazzola estaba observando a su hijo. Su orgullo como padre se vio malherido, pero su ilusión como formador de futbolistas se encendió como nunca antes lo había hecho y jamás volvería a pasarle.

Entró después del gol como loco a la cancha. Con lágrimas en los ojos de dicha y felicidad, se detuvo primero ante su hijo y le dio un beso y un abrazo. Su hijo era talentosísimo... pero el otro chico era un fuera de serie. Un animal mítico destinado para ganarse la admiración, la envidia y a veces el odio del mundo entero.

Ahora, pensaba con amargura el Narizón, costaría una barbaridad ficharlo. En aquél entonces, la simple promesa de ficharlo, de encargarse de la alimentación y los estudios de cada uno de los integrantes de su familia, bastó.

Entonces a los 15 y medio llegó a las instalaciones del club. Tras de un vertiginoso ascenso en todo el aparato de formación en el que todos quedaban sorprendidos y temerosos del talento en ciernes, a los 10 días de su cumpleaños 16 debutó en la Primera. Tuvo una tímida solicitud para con el entrenador... boletos para su familia y sus amigos, porque nunca habían ido al estadio. El entrenador, un hombre viejo, sonrió, le dio un pellizco en el cachete y le dijo que no se preocupara. Además, no era tonto el viejo... este chico era un genio. Uno de ésos que se dan cada cierto tiempo, que crecen como rosas en el asfalto, que son anormalidades de la Naturaleza. Convenía pues, tenerlo contento y a gusto.

El periódico del día siguiente rezaba en la portada, "Un crack chiquito". Nadie sabía que existía, entonces que entrara al minuto 75 del segundo tiempo sorprendió a los informados. Un niño entraba al campo. Desgarbado, alto, con el pelo negro negro casi cubriéndole los ojos, con la mirada gacha... y una nariz descomunal. Las sonrisas colectivas no se dejaron esperar. Los reclamos e insultos al entrenador tampoco. Los jugadores del equipo rival rieron con arrogancia, y el 5 de ellos, un grandote barbón apellidado Loreto se le acercó con clara intención de intimidarlo. Era conocido en toda la Primera como el defensa más sucio, de negrísimas intenciones y siempre jugando al filo del reglamento. Se le acercó fanfarroneando, y le dijo algo al oído. Loreto se alejó carcajeándose y el Narizón se quedó plantado, llorando de rabia. No era fuerte, ni era alto. Todavía no era un hombre... pero sabía como cobrar su venganza al honor maltrecho.

Pidió el balón inmediatamente. Los jugadores de su equipo lo conocían de fama, pero todavía no confiaban en él plenamente. No le dieron el balón y el Nari arrancó corriendo como una saeta. Le arrebató el balón al número 10 de su equipo, e hizo algo que pasó a la historia.

Sus biógrafos dicen que ahí nació la leyenda. Como todavía no existía transmisión de partidos por TV y era un partido insulso de dos equipos ya eliminados, no existe evidencia que de cuenta de ese gol. Si se tomaran como ciertas las aseveraciones de todos los que han dicho que estuvieron ahí y vieron su debut y ese gol, se hubieran necesitados 2 Maracanás para darle alojo a tanta gente.

Existe solo una foto... el Narizón mira hacia abajo retadoramente a Loreto. No existe odio en su mirada, solamente la satisfacción de la retribución. Loreto parece que vio a un fantasma.

Lo demás fue sencillo... Se convirtió en el ídolo de la tribuna. Anotaba goles de todas las maneras posibles, de cualquier distancia, ante cualquier rival. Todos los gritaba como loco. En la siguiente campaña quedó de goleador con la sorprendente cantidad de 33 goles en 18 partidos. El Atlético Bari festejó un campeonato después de 20 años de sequía. Fueron los buenos tiempos.

A los 18 años, llegaron de Europa con una oferta millonaria y promesas de prosperidad y éxito. Y así, se fue a Italia.

Era un chico inocente. Amaba a su familia, al balón, su vida. La fama no lo mareó. Antes bien, seguía con los pies bien plantados en la tierra y sin ensoberbecerse. Sonreía, era feliz.

Siguió marcando goles. Las convocatorias a la Selección Mayor llegaron. Se hablaba con orgullo de él en su país, lo presumían como Tesoro Nacional. Como el crack que los dioses habían mandado para llenar de alegría a un pueblo tan carente de las mismas.

Entonces, llegó a su destino. Era un partido como cualquier otro, conducía el balón con la misma ternura de siempre, el mismo desparpajo. No contaba con la existencia de la maldad, del odio, del deseo de venganza cueste lo que cueste.

Sabía que en el equipo contrario estaba el hijo de su descubridor. Juntos eran el futuro de la Selección. No recordaba su rostro pero lo reconoció dentro de la cancha.

En un momento de inspiración se plantó frente a él en la cancha, y realizó la misma jugada del potrero. Sonreía, veía la pelota descender, midiendo el tiempo y la distancia para dormirla con el empeine de su pie derecho.

Entonces, sintió dolor. Cayó al suelo todavía sin darse cuenta de qué había pasado. La multitud calló en el estadio. El tiempo se volvió lento; miraba a todos lados, gritaba, lloraba de dolor. Veía y no veía su pierna derecha, hecha trizas. Volteaba a ver perplejo a su antiguo compañero. Su mirada imploraba explicaciones, una justificación. La del otro, la satisfacción del hambre saciada.

Fue llevado al hospital inmediatamente. Con amargura pensaba ahora... eran otros tiempos. No existían entonces las cosas que hay ahora. ¿Por qué no pudo haber nacido 25 años después?

Lo operaron en el hospital italiano y le amputaron la pierna derecha. Se habló en los medios de una conspiración para acabar con las esperanzas la Nación. De que el traidor a la Patria había sido comprado, cual moderno Judas. La verdad es que todo era más simple: la Medicina no sabía todavía solucionar su problema, y era una rencilla insignificante para todo mundo menos para el humillado.

Regresó a casa... Nunca se casó. No estudió nada, ni le quedaron ganas de salir y empezar de nuevo. ¿Qué podía hacer, si no había otra cosa para la que fuera bueno y por la que sintiera tal pasión?

Sus hermanos formaron su vida gracias a él. Era lo único que le agradecía al futbol. Lalo su hermano se encargó de ponerle esa casita, ya que el Narizón no quería vivir con ellos. Se alejó de su familia, se alejó de sus amigos, de todo mundo. Se convirtió en un muerto en vida, en una leyenda, en una historia de "y si hubiera..." colectiva.

Su familia se dio por vencida. Él había escogido esa casa, él les había solicitado, no, implorado, que lo dejaran solo. Verlos era recordar, reabrir las heridas que jamás cicatrizarían.

Ahora se la pasa encerrado en su casa. Despierta temprano, prepara su desayuno y lee. Qué cosas... antes detestaba los libros y ahora no puede pasar un día sin leer uno. Se convirtieron en su refugio.

Pero siempre, a las 5 P.M. sale al porche de su casa, con una taza de té en la mano y su paquete de cigarrillos. Espera cuanto tiempo sea necesario... llegarán. Prodigio de la naturaleza en toda manera, sigue con la misma visión que a sus 15 años. A la distancia, ve llegar a los chicos del barrio que se disponen a empezar a jugar.

Y el viejo sonríe...