domingo, 22 de septiembre de 2013

Los no-enamoramientos

No es la primera vez y no será la última, probablemente. La miro, sonrío, me ruborizo, sudo, la taquicardia, las pulsaciones y el habla incoherente y frenética. 

Me viene pasando desde segundo de kinder, mira. Ésa fue la primera vez que me "no-enamoré" de una chica. La veía desde lejos, no recuerdo su nombre pero era la niña más bonita del salón. No recuerdo haberle hablado pero se veía perfecta e inalcanzable, entonces, debía ser mía. Y fue mía, al menos en mis pensamientos. Recuerdo la ceremonia de graduación de kinder y la recuerdo bailando con otro. A mí me tocó bailar con la más gorda -que era también la más alta y por éso me emparejaron con ella-, vaya presagio. Nota al margen: jamás he estado con una gorda. No es que haya algo de malo en ellas, vaya.

Fue la primera vez que se me estrujó el corazón por algo idílico e inexistente. Desde entonces sabía que sería médico pero que mi hobby sería construir castillos. A veces con más cimientos que en otras ocasiones, pero qué importan éstos si el castillo se asienta en el aire. Recuerdo haber llorado en silencio y en lo secreto. Tal vez no importaría mucho puesto que el año siguiente me enamoré de mi maestra. El nivel de loser que manejo desde entonces no tiene parangón: iba con corbata a la escuela para ver si éso funcionaba. La diferencia de edades no me importaba desde entonces. Un pequeño crack. 

Ahí pararon los no-enamoramientos por un tiempo. Estaba en una escuela exclusiva para varones y, a pesar de lo que dicen las malas lenguas, jamás he sentido interés por los hombres. Me resultan aburridos, predecibles e insulsos, generalmente. Fue un lapsus de sequía y de, más que nada, futbol. Un lapso de paz que no he vuelto a sentir desde entonces, para ser honesto.

Para un tipo como yo, acostumbrado a pensar más de lo que habla, era difícil -por no decir imposible- conocer chicas. A veces veía a alguna a lo lejos y me retaba a acercarme, a hacer algo que llamara su atención: jugar con mis primos menores para inspirar ternura, adoptar pose de perdonavidas y de muchachorudo para destilar misterio. Ninguna de estas actitudes funcionaba y entonces cada nueva historia encontraba su único posible desarrollo en mi cabeza. Estoy acostumbrado desde entonces a soñar despierto porque era la única forma en la que todo salía bien. Ahí era seguro, asertivo, agradable y gracioso. Ahí me devolvían la sonrisa y me miraban con ilusión, con un deseo más profundo y nutritivo que el mero e incipiente pero desconocido deseo sexual. Ahí podía imaginar a qué sabrían sus labios, qué se sentiría saberse causa de sus alegrías, a saberme envidiado y admirado por aquéllos que en la vida real siempre recibían la atención de ellas que recibían mi adoración secreta.

No pretendo hacer un recuento de mi larga lista de no-enamoramientos. Lo que quiero es dejar claro que no es cosa nueva y que no percibo un final cercano para ellos. 

Eventualmente empezó a irme mejor. Ya no eran cuestiones imaginarias y me di cuenta que prefería los no-enamoramientos. Lo real es más complicado, más desgastante, más doloroso. Pegué el estirón -sin albur- y adelgacé lo suficiente como para saberme y sentirme observado. No, gracias. Prefería lo imaginario. A veces/siempre todavía lo hago.

Entonces no son cosa nueva. Me siguen pasando. Si en la vida real me ocurría con bastante frecuencia, al insertarme de lleno -sin albur, otra vez- en el mundo de Internet se ha multiplicado exponencialmente. Hay tantas mujeres interesantes, tantas mujeres guapas, tantas mujeres inteligentes y tantos no-enamoramientos posibles.

Yo sé y estoy consciente de que es tan patético que da risa. No sé si las elijo porque sé que probablemente no me corresponderán. No sé si estoy siguiendo un patrón de auto-cockblock. No sé si se trata de que pongo obstáculos en mi camino en apariencia insorteables para que la historia real sea digna de ser comparada con mis cientos de historias imaginarias. No sé por qué a veces rechazo y huyo de lo real. No sé si alguna vez me he enamorado realmente o si se trata de una serie interminable de no-enamoramientos. No sé, no sé, no sé.

Lo único que tengo por cierto es que en cada final de cada uno de esos no-enamoramientos siento lo que sentí cuando vi a esa niña bailando en la graduación del kinder con otro tipo: un dolor bastante real en el pecho y la necesidad de clavar mi cabeza en una almohada para llorar hasta caer rendido.