miércoles, 9 de julio de 2014

La caída de Brasil

No soy torcedor de la selección brasileña. Ni siquiera soy admirador del "jogo bonito", ese mito futbolístico que nos legaron Leónidas, Pelé, Garrincha, Amarildo, Sócrates y Zico. Más que un mito es una leyenda. Nunca he visto un Brasil mágico en mi tiempo de vida. Éso le tocó a los más viejos. Si empezaste a ver el futbol en los noventas, éste es nuestro Brasil: eficiente, ordenado, bien disciplinado y con dos o tres locos encargados de inyectarle pequeñísimas dosis de magia. Romario, Ronaldo y Ronaldinho con un ejército de Dungas.

Lo bueno y lo malo del futbol es que en su lectura podemos hablar de la vida. En la vida hay constantes: el cielo generalmente es azul, el agua moja y el fuego quema. El equivalente a ésto en el ámbito futbolístico es que Brasil jamás se ve humillado. Generalmente gana. Cuando pierde, es circunstancial o mala suerte y, aún así, una derrotada cerrada. El empate ante Brasil es festejable -que nos pregunten a los mexicanos si no-, ya que es obtener más de lo esperado.

Por esto, estoy lleno de desasosiego desde ayer por la tarde. Este tipo de cosas no pasan, no deberían de pasar. Trastocan el orden fundamental de las cosas. ¿Qué queda de cierto en el mundo futbolístico? ¿Qué seguridad nos queda?

Hay veces en que uno observa algo y, mientras ocurre, tiene la plena conciencia de que está observando algo verdaderamente histórico. Algo que se contará por generaciones. "Nieto, yo vi perder a Brasil 7 a 1 contra Alemania en su Mundial". Son momentos escasos pero tengo la certeza de que éste fue uno de ellos.

Posterior al Maracanazo, Brasil cambió su mentalidad y su estilo. Coincidió con la aparición de un negrito que nació para patear la pelota. Pero ni siquiera el Maracanazo fue tan humillante.

Así es el futbol de imprevisible, de desconcertante, de (des)esperanzador. Así es la vida también. Ésto fue un recordatorio.


miércoles, 7 de mayo de 2014

Despedidas

Mi abuelo siempre hacía algo cuando nos íbamos de su casa, invariablemente. Nos despedíamos adentro. Hasta mañana, que descanses, un beso en la mejilla porque así nos educaron y así lo saludan y lo despiden mis tíos y mi mamá todavía. Él, invariablemente, se ponía de pie y avanzaba rengueando, apoyándose en su bastón hacia la calle. Lento, esforzándose por avanzar los 10 metros que separan su cuarto de la puerta de la entrada. Su propio maratón y calvario. Esperábamos junto a la puerta.

Salíamos a la calle, subíamos al carro junto a mi mamá y él se quedaba adentro del portón mirando a la calle. Lo miraba desde el coche y agitaba mi mano mientras el carro lentamente arrancaba. Él devolvía el gesto. Dábamos la vuelta a la manzana para tomar la avenida y el camino a casa. No sé cuándo me di cuenta que él seguía ahí, pegado a la reja, mirando la calle, mirando que nos alejábamos. No sé cuánto tiempo permanecía ahí o qué esperaba o qué diferencia hacía que él nos viera alejándonos. Sin embargo, él seguía ahí.

Después dejó de salir hasta la calle. Con grandes esfuerzos y pasando grandes penurias llegaba hasta el sillón de la entrada. Se sentaba ahí y miraba a través de la ventana. Aún entonces me daba cuenta que él movía las persianas con su mano buena para mirar la camioneta en la que nos íbamos. No se movía de ahí hasta que estaba completamente seguro de que nos habíamos ido.

Siempre hizo mientras sus fuerzas se lo permitieron. Después la edad y la enfermedad avanzaron. Dejó de hacerlo. Primero, en contra de su voluntad, supongo. Ya no podía levantarse de la cama y el trayecto era imposible de recorrer. Nos despedíamos de él en su cama.

Poco a poco fue disminuyendo su capacidad -o su voluntad- de hablar. A veces parecía entender que nos íbamos. A veces no. Mi mamá dice que a veces lloraba. Nunca me tocó ver éso.

Nunca había entendido. Creo que entendí en parte el fin de semana pasado. Fui a Monterrey a visitar a mi familia. El domingo fui a casa de mi abuelo con mis papás. Llegó la hora de irme, de regresar a esta ciudad donde me corresponde estar ahora. Me despedí de mi abuelo, como siempre. Él dormía. Mis papás se levantaron de la mesa donde siempre hemos comido para acompañarme. Me despedí de ambos. Los abracé y mi mamá me dio la bendición, como siempre. Arranqué el carro y di la vuelta a la manzana para tomar la avenida que tantas veces he tomado. Volteé de reojo y los vi a ambos: esperando, mirando cómo me alejaba, esperando a que desapareciera de su campo visual. Quise regresar pero no puedo. Seguí mi camino con un nudo en la garganta y sabiendo que así son las despedidas cuando uno no quiere que el otro se marche y el otro no quiere marcharse.

Entendí un poco. Sé que entenderé más el día que me toque despedir así a mis hijos o a mis nietos. Sé que entenderé cuando me toque ser el que se queda mientras ve al otro marcharse.