sábado, 23 de mayo de 2020

Jugadores talentosos

Los alumnos de quinto grado de primaria estaban jugando futbol durante el recreo. Los equipos se habían formado de la manera estándar: dos de los mejores jugadores empezaron a seleccionar en orden, uno a uno, según las habilidades futbolísticas de cada uno de sus compañeros como primer criterio y el segundo pero no menos importante: qué nivel de amistad existía. Nadie quiere ser seleccionado al último y si no eres talentoso, más vale ser simpático para evitarlo.

El niño nunca era seleccionado al final. Gran consuelo. Él sabía desde entonces que no valía la pena concebir sueños grandilocuentes sobre un futuro profesional. En una escuela donde no existían verdaderos atletas prodigiosos, estaba relegado a la mediocridad. ¿Qué utilidad tenía preocuparse por ser el perenne pescadote en un lago chiquito? Ninguna, éso estaba claro.

Pero era divertido jugar. Escuchar los gritos de los demás. Las burlas. La carrilla. A veces el balón impactaba el rostro de alguno de sus compañeros o, peor aún, los genitales y toda la clase estallaba en risas y burlas. Si te mantenías un poquito al margen, evitabas ser ese niño. Éso también lo sabía desde entonces.

Sabía también que no era bueno jugando por un motivo muy importante: pensaba mucho: tenía que observar el balón mientras lo tenía en sus pies para asegurarse de no perder el control; tenía que decidir con qué parte del pie golpearlo para darle el efecto y la fuerza necesaria para enviarlo a donde quería; tenía que medir la distancia entre él y los obstáculos hacia la portería y de que manera podía evitarlos. Además de el pensamiento de temor constante que lo asolaba: ¿y si te caes? ¿y si te golpean? 

Podía ver a los que jugaban bien y podía entender por qué: no parecían pensar. Sus movimientos eran fluidos, no mecanizados. La cancha, el balón y sus pies trabajaban en conjunto sin aparente esfuerzo. Eran medianamente talentosos entre un grupo de niños mediocres. Ninguno de ellos lo suficiente como para permitirse soñar y, sin embargo, probablemente lo hacían. A veces, a los ojos del niño, parecían artistas. Hacían ver fácil lo que a él le resultaba complicado. 

Una vez lo sintió. El balón le cayó poco atrás de media cancha. El recreo ya iba a terminar y nadie le daba importancia ya al juego. Arrancó con la pelota sin pensarlo. Una finta. Siguiente. Un recorte. El pie quedó atrás. Un recorte al lado opuesto. Atrás. Nunca le había pasado ésto. Vio la cara del siguiente obstáculo y vio que sonreía sin malicia sino con empatía y gusto. Se dio cuenta que él también estaba sonriendo. Ya había tentado suficiente a la suerte. Golpeó el balón con la parte interna del pie y salió potente hacia la portería. El portero dio dos pasos atrás y brincó. La pelota golpeó en el travesaño y salió de la cancha. Todos lo miraron y sonreían. Él más. No hace falta ser talentoso para disfrutar.