martes, 25 de septiembre de 2012

Pajaritos rotos

Entré al McDonald's con la mochila a cuestas. Eché un vistazo y mi mesa, la de la esquina, estaba desocupada. Saludé con la mirada a Luis, el mesero que tercamente siempre intentaba entablar una relación amistosa conmigo, y dejé mi mochila sobre el asiento. Sin necesidad de decir palabra, volteé hacia Luis y él sonriendo me mostró el pulgar derecho hacia arriba. Ok.

Ya estaba acostumbrado al lugar. Sé que parece ridículo elegir un restaurante de comida rápida como refugio pero la verdad fue una de mis grandes ideas o al menos éso pensaba. Nadie sabía que ahí estaba. Salía de mi casa sin rumbo fijo y me escondía ahí. ¿En qué radica la genialidad de ese escondite? En que los visitantes siempre son diferentes. Uno va a un McDonald's por apuro, por necesidad o porque no tiene dinero. No es usual que un tipo lleve ahí a su novia, al menos éso esperaba. Los niños sienten una extraña fascinación con el lugar pero los buenos padres solamente ceden a sus caprichos durante sus cumpleaños. Los turistas están de paso y van ahí porque "más vale malo por conocido que bueno por conocer". Los malos turistas, aclaro.

Entonces, es un sitio perfecto para esconderse porque está a la vista de todos pero nadie quiere entrar. Por éso iba cada tercer día, ordenaba una hamburguesa chica y un refresco chico para cumplir como cliente, y me escondía en la misma mesa, en la misma silla, con un libro diferente. Iba a esconderme, no a engordar. 

Por éso, Luis, el chico con síndrome de Down que atendía en el McDonald's, se atrevió a abordarme a pesar de mi silencio, de mi actitud de ermitaño y de mis audífonos. Tal vez si no tuviera su "capacidad diferente" me hubiera comportado de forma grosera pero jamás pude. Se acercaba, sonriente y con una cara de felicidad displicente que me desesperaba. Lenta pero seguramente me quitaba los audífonos e intentaba escucharlo. Qué tortura la suya: una alteración cromosómica y, además, empleado del McDonald's. No pude ser grosero.

La mayor parte del tiempo me dejaba en paz. Pasaba horas ahí y no era raro que terminara uno o dos libros por sesión. Los demás chicos, los "normales", jamás se acercaron. No sé qué pensaban de mí; con seguridad algo peor de lo que yo pensaba de ellos.

Ese día me acerqué a ordenar lo de siempre. A veces me consentía con un pequeño e insípido pay de manzana. Esperaba mi pedido cuando volteé hacia la mesa. Una chica delgada se acomodaba con cuidado en mi asiento. Luis, el bendito imbécil, sonreía mientras cargaba mi mochila. Suspiré. Mi rutina. Luis volteó hacia mí sonriendo con el pulgar hacia arriba. Le devolví el gesto y enfilé hacia él, ya con mi orden.

Balbuceó una justificación, le di una palmada en el hombro y tomé mi mochila. No hay problema, no hay problema. Sí hay pero qué le vamos a hacer. Sentía los ojos de la chica sobre mí pero evité hacer contacto visual. Iba a esconderme, no a conocer gente. 

Saqué mi libro e intenté concentrarme. Sentí su mirada sobre mí, huidiza y tímida pero presente. Muchacha, no me mires, hay mucha gente. Alcé la mirada y la dirigí hacia ella. Normal: la esquivó. Es el tipo. Satisfecho en mi soledad, seguí leyendo. 

La chica permaneció sentada, sin haber ordenado. Evidentemente esperaba a alguien. Bueno, no es evidente pero lo supuse. ¿Quién hace una cita en un McDonald's? No importa de qué, de lo que sea. Había visto muchas cosas en mis meses de escondidillas pero me interesó. No ella, que no tenía mucha gracia físicamente sino su presencia en un lugar así, a solas. Formé una imagen mental de su tipo: egoísta, mal educado, poco caballeroso. Éso no se le hace a una mujer. 

Ella debía amarlo. Sonreía a pesar de la decadencia que la rodeaba. No sé por qué sonreía pero a veces la espera es así: in crescendo, del piano pianito hasta el fortissimo que todo lo nubla. Su mirada recorría cada rincón del lugar, su cuerpo visiblemente estático daba la impresión de anhelar derramarse en todas direcciones. La energía contenida en su pequeño cuerpo era notoria. Chica, ¿por qué estás emocionada? 

Pasaron los minutos. Intenté leer pero no podía evitarlo. Levantaba subrepticiamente estos ojazos y ella no se daba por entendida o ya no le importaba saberse observada. Supongo la segunda porque en el orden de prioridad para sus pensamientos, yo no era importante. Seguía ilusionada pero con cierto temor. Quería abrazarla. Mi complejo de cuidar pajaritos rotos.

Pasaron los minutos que se convirtieron en horas, la tarde en noche. Ella seguía en su lugar, lentamente convenciéndose de que él no iba a llegar pero rehusándose a aceptarlo. Voltea a verme, pensé. Voltea a verme y dejo mi libro, me acerco a ti y hago algo para hacerte reír. Algo para evitar que llores. Voltea.

Se derrumbó lentamente frente a mí, frente a los pocos que permanecían. Sólo yo la observaba. Sus ojos enrojecieron, su cuerpo se dobló sobre sí mismo, la energía que se percibía se convirtió en nada. En la nada que siempre dejan los que se van. Voltea, voltea, voltea. 

Resignada, con estoicismo recogió sus pertenencias y se dispuso a salir. Él no llegó y ella se iba. Justo antes de salir del local, volteó hacia donde yo estaba sentado. No sé qué esperaba encontrar en mí: comprensión, empatía, una sonrisa, un amigo, una compañía... 

Yo volteé hacia mi libro.

martes, 11 de septiembre de 2012

Haciendo un monstruo Pt. 1

Es curioso cómo funciona la mente humana. Algunos aislamos los recuerdos dolorosos, traumáticos o incómodos, para no pensarlos más. Los encerramos con candado en un cuarto perdido en nuestro laberinto para después, sin pensarlo mucho, lanzar la única llave hacia el infinito de nuestro olvido. Que ese momento desaparezca, que no lo pensemos ya para asumir que jamás sucedió.

Otros, en cambio, viven presos del pasado. En todo momento surge el pensamiento, ante la menor provocación. Toda asociación de ideas los transporta (in)voluntariamente a ese lugar que desearían no haber abandonado. Reviven día tras día, en cámara lenta, con repetición automática y con lujo de detalles, ese momento fatídico. Se rehúsan a tolerar su presente.

No sé qué sea más sano, pero sé que por más que los aísle, tengo vocación de ladrón y de arqueólogo mental.

Recuerdo que fue en el patio de nuestra casa. Recuerdo que era una fiesta de mi hermana. No recuerdo mi edad con exactitud, tal vez 13, 14 años. Entraba a esa (horrible) etapa llamada pubertad. 

Aclaro: nunca he sido una varita de nardo pero en aquél entonces tendía más hacia lo centrífugo que lo centrípeto. No importaba mucho, como quiera. Era algo superfluo... hasta entonces, creo.

Recuerdo haber salido al patio a convivir un rato. Suplico comprensión: estudiante de una escuela con formación religiosa y sólo para varones, eran las únicas niñas que veía. Eran momentos invaluables.

Suplico más comprensión: desde pequeño he sido enamoradizo.

Recuerdo, entonces, que hubo un conato de bronca entre las niñas. Todas eran menores que yo por un año. La enorme mayoría bonitas pero una de ellas me tenía cautivo. Por accidente del destino, ella fue la que huyó llorando hacia el interior de la casa para posteriormente encerrarse en el baño.

Este complejo que tengo de rescatador no es nuevo, así que regresé al interior de mi casa, pensando: al menos ahora tengo la excusa de intentar brindarle consuelo.

Recuerdo que hablé con ella. No recuerdo qué le dije. Recuerdo que la hice reír. Al menos éso recuerdo.

Salimos. Ella de regreso con sus amigas, yo de regreso a fingir que socializaba. No esperaba más. La verdad con esa sonrisa y con ese momento ya me daba por servido. La tarde era un éxito.

Entonces llegó mi tía y, con ella, otra niña. Mi tía, obligada por el cariño y por la sangre, siempre ha elogiado mi (inexistente) belleza. Siempre lo he entendido así, aún desde entonces. No tengo problemas con oír éso: sonrío, asiento tranquilo y callo. Sé que algunos entienden alimentar el autoestima del ser amado como obligación acompañante del afecto. Lo que no entiendo es por qué quiso forzar a esa otra niña a hacerlo.

Dicen que los niños son adorables. Comparto la opinión pero con la necesaria acotación: son capaces de una crueldad extrema, pura y sin límites. Paradojas andantes: inocentes pero ya corruptos.

Mi tía le pregunta a la niña: "¿Verdad que Beto está bien guapo?" Se me congela la sangre. "Querida, queridísima tía", quiero decirle, "¿Por qué tenías que involucrar a otra persona en esta mentira entre nosotros dos?" "Míralo, ¿verdad que sí?" Qué puedo hacer. Sonrío incómodo, sabiendo que lo que venga no será agradable pero sin esperar lo siguiente.

"Mmmmmh, la verdad está medio feo, jaja". Sonríe, se desprende de la mano de mi tía y arranca corriendo hacia las demás niñas. 

En retrospectiva, este momento aparece claro. Ella corriendo, mi tía muda de terror, sorprendida y sin saber qué hacer o decir. Yo, con un nudo en la garganta y con los pies bien sembrados en el suelo, queriendo correr en todas direcciones al mismo tiempo.

Algo balbucea mi tía. Intenta reconfortarme, darle un giro cómico al momento. Yo sonrío para no llorar, y regreso al interior de mi casa. Subo las escaleras, entro a mi cuarto, tomo un libro y me tiro sobre la cama a leer. 

Es gracioso porque ese momento lo recuerdo nítidamente pero no sé qué le dije a la niña para que sonriera.