domingo, 11 de noviembre de 2012

Una gota de agua no llena un mar pero bueno.

Siempre he atesorado un fragmento de religiosidad que me parece adecuado para cualquier hombre de cualquier creencia (o falta de la misma): los versículos 1 al 8 del Evangelio según San Mateo. Para los no doctos, que ni yo mismo lo soy porque lo tuve que buscar en Google, son los versículos que dicen que tu mano izquierda no sepa lo que hace la mano derecha y viceversa. En fin, tratan sobre las apariencias y la importancia de la discreción.

Tiendo a sobre racionalizar todo y éso me lleva a "entender" puntos de vista divergentes o, peor aún, contrarios. Sin embargo, en este punto sí soy contundente: no admito diferencias de opinión. Pienso que es mejor ilustrarlo con una anécdota.

Hace algunos años me encontraba yo espiritualmente pleno (whatever that means) y con una pronta disposición para ayudar. Coincidió entonces que una vez saliendo de la Iglesia me detuve a escuchar a una señora. La escena era de película e indignante: familias enteras pertenecientes a la clase media y media-alta en una zona urbana, bien vestidos, bien comidos, bien sordos a los lamentos de una señora que pedía limosna. "Ahí disculpe, es que no traigo nada" o "Híjole, ahí para la otra", en el mejor de los casos. Las más de las veces el silencio del que no está dispuesto a abrir los ojos a la realidad. Es más fácil agachar la mirada, subir a un carro clasemediero y regresar a tu casa a ver la TV por cable o el futbol. Tampoco digo que yo sea un santo y que acostumbre detenerme siempre que veo a alguien necesitado pero esa vez me detuve.

La señora comenzó a llorar, contándome entre sollozos el por qué de su desesperación: su hija estaba internada en el Hospital Universitario porque le habían diagnosticado una tumoración en el hígado y carecía del dinero necesario para un procedimiento quirúrgico que necesitaba. Me dijo que debía meses de la renta de la casa en la que vivían, que su marido había muerto y que estaban a punto de correrla. Que ella veía que yo era joven (gracias) pero que por favor la ayudara con "lo que fuera mi voluntad". 

En ese momento me dolía la existencia. Me molesta sobremanera la postura de la Iglesia de justificar el sufrimiento y a veces me cuesta trabajo conciliar la existencia de un Dios que permite injusticias como ésta y peores. No merezco la casa donde nací, donde jamás me ha faltado algo. Lo que tengo y lo que he tenido ha sido por suerte geográfica y social. No lo merezco y sin embargo así es. Esa pobre mujer era la realidad del mundo escupiéndome en la cara por mi desinterés y por mi ceguera, sordera y mutismo. 

En aquél entonces tenía un dinerito ahorrado para estupideces materiales así que decidí dárselo en su totalidad. Otra vez: no es actitud de santo sino de un tipo que sabe que lo que se iba regresaría sin dudarlo. No tiene tanto mérito así, ¿verdad? Igual se lo di, sin siquiera investigar a fondo la veracidad de su historia. La subí a mi coche, fuimos a mi casa a recoger el dinero, se lo di y la dejé en la iglesia nuevamente. Se despidió llorando pero ahora de felicidad y yo me fui sintiéndome contento por haberle hecho un bien a un desconocido. 

Sé perfectamente que al contar esta anécdota estoy violentando mi punto inicial. No sólo estoy permitiéndole conocer de ésto a mi mano izquierda sino también a un montón de metiches en Internet. Sin embargo, no lo cuento por parecer un santo y además creo que ha pasado suficiente tiempo de esta historia como para que "pierda" puntos por narrarla. Además, servirá (creo) para ilustrar un punto.

En aquél entonces, me disponía a salir de misiones de evangelización hacia comunidades rurales de Nuevo León junto con mis hermanos. Tenía que ser así: justo antes de salir de mi casa hacia el punto de encuentro, llegó la señora a mi casa. Mis hermanos vieron la escena sin entender bien por qué esa señora llegaba a mi casa a hablar conmigo. Me agradeció nuevamente y mis hermanos se convirtieron en las primeras personas en conocer la situación de viva voz. Me contó la evolución de su hijita y de las dificultades que seguían atravesando pero que nuestro afortunado encuentro (para ella) había sido de mucho beneficio. 

Si ahí terminara la anécdota no sería vida real y decido contarla con todo detalle. Los lectores más cínicos ya habrán deducido lo que pasó y para los ingenuos lo aclaro: iba a la casa a pedir más dinero. Mis hermanos, un poco menos ingenuos, dudaron pero otra vez decidí no fingir ceguera aunque ahora la suma era escueta comparada con la de la primera ocasión. Igual nos agradeció entre lágrimas y nos fuimos en silencio, sorprendidos más que nada por el timing.

Esta historia no la había contado hasta ahora. Sigo sin saber si era verdad o era mentira o una mezcla de ambas cosas. Ni siquiera quise investigar, a pesar de que en aquél momento mi formación académica era en ese mismo Hospital. No hubiera sido difícil verificar la información pero, ¿para qué? Prefiero pensar que todo era verdad, que fue un intercambio de amor humano, verdadero y puro. Prefiero este tipo de ceguera mental.

¿Fue algo significativo? Quién sabe. ¿Habrá sanado la niña? Tal vez no. ¿Sirvió de algo? Siempre.

Ése era el punto que quería ilustrar: una gota de agua no llena un mar pero siempre vale la pena intentarlo.

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