sábado, 21 de mayo de 2011

El Gigante del arco


El portero no podía concentrarse. El partido apenas comenzaba y no podía entender cómo justo ahora se le había ocurrido a ella joderle la vida de tal manera. Mira, fuera un partido cualquiera, pasa… ¡Pero justo ahora que se estaban jugando la permanencia! Maldijo su suerte, acarició los guantes despacio y buscó el centro del marco. La pelota se encontraba muy alejada de su área, entonces se permitía este momento de distracción.

Desde chiquillo le gustaba la soledad de la portería. Su estatura no era la ideal pero contaba con agudos reflejos y una agilidad cirquera, motivos suficientes para que en los volados siempre fuera el primero a elegir. Dicen algunos viejos: a un equipo lo tienes que armar desde atrás. A nuestro portero el tiempo y las circunstancias le dieron suficientes motivos para compartir esta creencia, modestia aparte.

Ya en la adolescencia lo invitaron a probarse en las básicas de su equipo. Sin mucha ilusión acudió a la prueba, uno de los pocos muchachitos dispuestos a mostrarse como porteros. El encargado de la prueba lo observó medio tiempo en el cual tapó un mano a mano abalanzándose sobre la pelota y arrebatándola al delantero; dos atajadas que si no las hubiera visto en vivo, hubiera dudado que un mocoso como ése fuera capaz de realizarlas; y además, sonreía el muy maldito. El viejo sonrió y apuntó su nombre.

Ahí empezó su tormento. La hija del viejo: una chica hermosísima, anhelo secreto de cada uno de los integrantes de la filial, fruta prohibida y por lo tanto más deseada todavía. Sus lances, sus despejes, salidas elegantes por alto: todos con dedicatoria. Porque si bien algunos la deseaban, todos acordaban en burlarse del “Gigante” (la creatividad de los muchachos para poner apodos no era demasiada) por su obsesión con la chica.

Despectiva, con una soberbia sustentada en su belleza, sus miradas rara vez recaían en el tipito ése. Sí, era lindo y era simpático pero fuera de eso…

Pero terco, no se daba por vencido. La foto que tenía de ella reposaba sobre su cómoda; foto adquirida mediante el ofrecimiento de favores y algo de dinero para el hipotético cuñado. Pasaba las noches en vela contemplándola, imaginando, construyendo un futuro en su mente. ¡Qué importaban los desprecios mientras le sonriera de vez en cuando! El “Gigante” verdaderamente se agrandaba ante la dificultad que le planteaba Eros y se sentía con la certeza de que terminaría por enamorarla.

El chico ascendió con seguridad por las diversas categorías, y ella siempre estaba ahí en las canchas con su aire de altivez y aburrimiento pobremente disfrazado. Muchos de sus antiguos compañeros fueron depurados en el proceso de selección de los más aptos hasta que le llegó el día que lo ascendieron al primer equipo. ¡Mamita, que ilusión! Salir a la cancha y, a pesar de ser el único que no usaría los colores del club, saberlos tatuados en su corazón…

Sus intentos ablandaron las defensas de la musa, fuera por ternura, por perseverancia o por fatiga. Además, bueno… si llegaba al primer equipo y recibía la paga de jugador profesional…

El chico sentía que vivía un sueño: tenía a la mujer deseada, portaba los colores de SU equipo y con toda seguridad en alguna oportunidad ocuparía el marco. Todo fue vertiginoso a partir de ahí: debut, las grandes actuaciones, el reconocimiento de la prensa y el público, las entrevistas, los patrocinios, campeonatos…

De la misma manera, su vida amorosa parecía un cuento de hadas: no escatimaba en gastos para su adoración, ella era reconocida por su belleza, recibía halagos, obsequios, fama y el amor siempre fiel de su Gigante. ¿Qué más podían pedirle a la vida?

Los años pasaron y el arquero envejeció. Sus reflejos y su agilidad se vieron disminuidos, pero la experiencia adquirida a través de los años bastaba la mayor parte de las veces. Desgraciadamente, en un partido el arquero salió valiente actuando la pantomima millones de veces ensayada. El delantero enfilando a toda velocidad, calcula el momento adecuado, agazapado espera y se lanza por el balón… pero a diferencia de otras ocasiones su rodilla le falla y cae fulminado al suelo, aullando de dolor. Gol en contra pero qué importa. El Gigante había caído inesperadamente. Sí, inesperadamente pero en el momento en el que la gente empezaba a murmurar que ya no era indispensable.

Operaciones, rehabilitación, la desesperación, la frustración de saberse relegado, cada vez más olvidado por su gente. Un ídolo caído, escondido como mueble viejo. Con su terquedad insistió por recuperarse, esforzándose, sufriendo callado. Ella despertó de su sueño y vio su realidad, su probable futuro y se espantó. Ella era bella todavía, no quería imaginar su vida cuidando a su Gigante… seguramente él no querría eso para ella siendo que decía amarla tanto. Así que un día ella hizo las maletas y se fue sin decir adiós.

Imaginemos la magnitud de los acontecimientos para nuestro portero. Sus dos sueños desvanecidos, como si hubieran sido solamente un espejismo. Sin embargo, no era de esos hombres que se quedan tirados. Con más ahínco reanudó su preparación, asegurándose a sí mismo demostrarles a todos que se cayó pero que estaba permitido siempre y cuando te levantes.
Hasta que por fin se presentó con el alta médica y las aseveraciones de los galenos de que podía participar de nueva cuenta. Había otro portero, más joven que él… ¿qué importa? Podía esperar con la certeza de que llegaría su oportunidad, su revancha consigo mismo.

Tres goleadas en contra de manera consecutiva y el entrenador volteó con el Gigante durante un entrenamiento. “Usted juega con los titulares”, le dijo. “Muestre lo que sabe.” Sonrió confiado sabiendo que, hombre hecho para grandes empresas, le tocaba mostrarse en el partido más importante.

Todo perfecto hasta que esa misma mañana llegó ella. Llorando, desconociendo su renovada titularidad le juró arrepentimiento, haber revalorizado su presencia y pidiéndole comprensión. Su corazón se conmovió ante el espectáculo de la mujer amada sufriendo, y pidió paciencia. Primero estaba el juego.

Partido perfecto. Con razón el equipo estaba así: los defensas eran un asco. Por dentro los maldecía, pero conocedor de la psicología de un equipo de futbol, los animaba y gritaba alentándolos. Tiro tras tiro se encargaba de descolgarlos del aire cual prestidigitador, lances acrobáticos perfectamente ensayados, cada despeje un pase intentando brindar una oportunidad de gol a favor… hasta los postes parecían simpatizar con él. No dejaba de pensar en ella.

Como torpe innovación de los federativos, al terminar empatados todo se resolvería en penaltis. Pero sus compañeros no dan pie con bola y fallan. Angustiado, intenta dominar sus nervios y se planta entre los tres postes. Ataja el disparo, brinca y anima a sus compañeros, la multitud estalla en gritos de júbilo. Oportunidad tras oportunidad, fallan de manera penosa. Él intenta darles una oportunidad y ataja algunos disparos, alargando la agonía. Finalmente, falla su equipo la última posibilidad y cae abatido.

No falló, hizo todo lo posible. La gente abuchea sonoramente al equipo pero el cántico de “portero, portero” comienza como un murmullo y procede in crescendo. Voltea agradecido mientras su mujer entra a la cancha y lo abraza fuertemente, mojando su hombro con las lágrimas que derrama. Lo llena de besos, él sonríe complacido. “¿Nos retiramos, princesa?”, le declara a su mujer y juntos abandonan la cancha tomados de la mano.

Después de todo… ¿qué importa el futbol? El Gigante tenía lo único que siempre había querido sobre todas las cosas: el amor sincero de esta mujer.

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