jueves, 3 de marzo de 2011

El delantero no daba una

Enrique El Ilustrador Ortega estaba desesperado. Además de odiar el apodo que el Perro Bermúdez se había encargado de propagar por todo el país, para acudir a un cliché futbolero, llevaba varios meses con la pólvora mojada.

El otrora delantero estrella de la Selección Nacional Mexicana no daba una frente a la portería, y esto no pasaba desapercibido para los medios y el público. Los aplausos y caravanas mediáticas se habían convertido en abucheos a medias y cuestionamientos sobre si su aparente destino como Salvador de la Patria había sido un engaño.

Enrique tenía 23 años. No era un mozalbete, pero todavía sus mejores años como futbolista estaban por llegar, se repetía a sí mismo para tranquilizarse. Diferente a la enorme mayoría de sus compañeros de generación en físico y aptitudes, desde chico se destacó y se convirtió en proyecto en ciernes como futbolista. Llegaban scouts de todas partes para verlo, para platicar con él, para intentar convencerlo de que su destino estaría en mejores manos si se atrevía a dar el brinco hacia lo desconocido.

Pero las entrevistas, la admiración nacional… y las mujeres. Más que nada, las mujeres. Afortunadamente para su salud, le desagradaban las desveladas, el alcohol y el tabaco. Su único vicio, se jactaba entre risotadas, eran las mujeres.

Era un desfile interminable de especímenes de diferentes características. Y sin embargo, todas iguales. Se aburría porque no lo querían a él, Quique, el joven tranquilo, apoyo de sus hermanos, buen hijo, el que a veces se preguntaba si ser futbolista fue lo correcto. Querían a El Ilustrador. El que aparecía en las portadas de los periódicos sonriendo confiadamente, con el balón entre las manos y mirada desafiante. El que al anotar siempre festejaba tirándose de rodillas, besándose la mano y enviando un saludo al cielo. Querían al futuro de México, al joven inundado de lujos, de aduladores, de sinvergüenzas interesados y convenencieros. Eran, al fin y al cabo, sinvergüenzas y convenencieras.

Por eso se cansaba de ellas y las mandaba a volar. Eran guapas, claro, pero no lo querían a él. Eso lo frustraba y lo tenía deprimido… pero cómo aparecería ante la opinión pública si supieran que sufría por la falta de amor. No, mejor aparecer ante las cámaras preocupado pero sonriendo todavía, decir que las cosas no se han dado pero confía en su capacidad, que uno tiene que fallar para convertir, que son gajes del oficio y que él seguirá esforzándose y confiando en su capacidad. Una última sonrisa, el pulgar en alto y correr hacia el vestidor.

Seis meses en lo mismo. Las dudas se convirtieron en acusaciones. Los aplausos en silbidos. Cada vez era más difícil mostrar la sonrisa y la actitud positiva. Para acabar, su club no estaba haciendo las cosas bien y se venía un partido de vital importancia para clasificar a la Liguilla. El maldito Clásico.

Las expectativas lo estaban matando. Además, se escuchaban rumores sobre que su traspaso hacia el futbol europeo cada vez era más dudoso. Su técnico, antes todo sonrisas y comprensión, tomó una medida previsoria… lo puso con los suplentes. Se sintió humillado, caído, pero recordó los consejos de sus padres de seguir sonriendo y hacer su máximo esfuerzo.

Enrique Ortega salía al banquillo de suplentes por primera vez en mucho tiempo. No estaba lesionado, estaba bien de salud. Calentó intranquilo y sentía las miradas del país entero sobre él. ¿Por qué tenía que cargar él con ese peso? Él no lo había pedido… solamente le gustaba jugar futbol y meter goles.

Entre pullas y bromas de sus compañeros suplentes, se encaminó al banquillo con la mirada gacha. Entonces levantó la mirada y la vio sin que lo viera. Ella se veía fuera de lugar, no pertenecía ahí. Era un ángel. Cada paso se le antojaba atemporal, y ella jamás volteó hacia él. La tersa cabellera, lo delicado de su piel, lo frágil de su figura. Era un regalo divino y él quería seguir mirándola todo el tiempo que fuera posible.

Entre la ensoñación y el embobamiento, se sentó y no sabía qué hacer. Pasó desapercibido para ella… pero tenía que llamar su atención. Se tronaba los dedos, miraba hacia todos lados sin mirar. ¿Qué podía hacer? El profe es el que tenía que llamarlo. Esperar en un calvario mental, torturándose a preguntas.

Terminó el primer tiempo con el marcador empatado a ceros. Lo mismo de siempre. Un sector del público empezó a corear su nombre, y volteó hacia el profe, anhelante. Una leve inclinación de cabeza y supo que tenía su oportunidad.

Salta al campo. Se persigna. Inmediatamente, voltea buscándola. No está… su mirada se dirige hacia ese sector, escrutando cada uno de los rostros. Desesperado, mira hacia el terreno de juego lleno de vértigo y quiere vomitar. Carajo, mejor hubiera sido no verla.

Toca el balón y enfila hacia el área contraria. Pero tiene una mirada en el arco y la otra, la más importante, la mental, en las gradas. ¿Dónde está? ¿y si no la vuelve a ver? ¿y si la imaginó? Por lo mismo, la primer oportunidad que tiene, cómoda, de media vuelta con la zurda, la manda a las gradas. Silbidos. Risas. Desesperación. En el suelo, da un manotazo al césped y se pone de pie de un brinco. Ahorita cae, van a ver, tiene que caer.

Baja por el balón y se barre, lo recupera. En el suelo, voltea y ahí está. Un suspiro de alivio. ¡Pero la muy maldita no voltea! Puntea el balón hacia Gómez y le marca el pase. A ver si no volteas. Finta, recorte, pisa el balón, el defensa pasa de largo… tira… y rompe la sequía. El rugido atronador del estadio poco le importa. Lo abrazan y él busca con la mirada. Su reino por una mirada. Y ahí está, electrizante, magnética, llenando un hueco que no sabía que existía. El tiempo se detiene, nada importa, nada más ese instante.

Él sabía que un gol no vale nada si no tienes a quién cantárselo.

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