Hoy fui a una barbería moderna para que me raparan y le dieran forma a la barba de vagabundo que traía. Sabía que por la ubicación y la mercadotecnia iba a ser un precio exagerado aún a pesar de los supuestos beneficios pero la pereza y las ganas de chiflarme vencieron a mi razón.
Llegué a sabiendas de que el costo de la experiencia sería de $500 pesos mexicanos o el equivalente a diez cajetillas de cigarros. Casi once. Decidí dejar de pensar en el costo y concentrarme en "vivir la experiencia". Mis únicas experiencias en barberías se reducían a dos ocasiones que fui a una de cholos donde la especialidad de la casa era hacer cortes para chicanos y otra a donde fui en múltiples ocasiones porque era un viejecillo que hacía maravillas con una navaja a un precio decente y competitivo. Llegué y sobra decir que fue completamente diferente: un lugar que cobra por el estatus, por la ubicación y porque las que te atienden son tres muchachonas de aspecto pasable que te respiran cerca del oído y te acarician la cabeza, todo dentro de los límites de la decencia clasemediera regiomontana. Ahora entendía todo más claro.
No pienso repetir la experiencia y todo ésto no es para ahondar en el tema de las barberías o del estatus. Si acaso de soslayo es sobre las muchachonas pero principalmente es sobre mí.
La muchacha que estaba rasurándome se embarró las manos con un menjurje de olor mentolado y aspecto grasoso, volteó a verme y me dijo lo siguiente:
-¿Tu piel es sensible a algo?
Sólo atiné a pensar lo que sin duda debí de haber respondido:
"Sólo a las caricias".
Qué bueno que sólo dije que a nada.