martes, 11 de septiembre de 2012

Haciendo un monstruo Pt. 1

Es curioso cómo funciona la mente humana. Algunos aislamos los recuerdos dolorosos, traumáticos o incómodos, para no pensarlos más. Los encerramos con candado en un cuarto perdido en nuestro laberinto para después, sin pensarlo mucho, lanzar la única llave hacia el infinito de nuestro olvido. Que ese momento desaparezca, que no lo pensemos ya para asumir que jamás sucedió.

Otros, en cambio, viven presos del pasado. En todo momento surge el pensamiento, ante la menor provocación. Toda asociación de ideas los transporta (in)voluntariamente a ese lugar que desearían no haber abandonado. Reviven día tras día, en cámara lenta, con repetición automática y con lujo de detalles, ese momento fatídico. Se rehúsan a tolerar su presente.

No sé qué sea más sano, pero sé que por más que los aísle, tengo vocación de ladrón y de arqueólogo mental.

Recuerdo que fue en el patio de nuestra casa. Recuerdo que era una fiesta de mi hermana. No recuerdo mi edad con exactitud, tal vez 13, 14 años. Entraba a esa (horrible) etapa llamada pubertad. 

Aclaro: nunca he sido una varita de nardo pero en aquél entonces tendía más hacia lo centrífugo que lo centrípeto. No importaba mucho, como quiera. Era algo superfluo... hasta entonces, creo.

Recuerdo haber salido al patio a convivir un rato. Suplico comprensión: estudiante de una escuela con formación religiosa y sólo para varones, eran las únicas niñas que veía. Eran momentos invaluables.

Suplico más comprensión: desde pequeño he sido enamoradizo.

Recuerdo, entonces, que hubo un conato de bronca entre las niñas. Todas eran menores que yo por un año. La enorme mayoría bonitas pero una de ellas me tenía cautivo. Por accidente del destino, ella fue la que huyó llorando hacia el interior de la casa para posteriormente encerrarse en el baño.

Este complejo que tengo de rescatador no es nuevo, así que regresé al interior de mi casa, pensando: al menos ahora tengo la excusa de intentar brindarle consuelo.

Recuerdo que hablé con ella. No recuerdo qué le dije. Recuerdo que la hice reír. Al menos éso recuerdo.

Salimos. Ella de regreso con sus amigas, yo de regreso a fingir que socializaba. No esperaba más. La verdad con esa sonrisa y con ese momento ya me daba por servido. La tarde era un éxito.

Entonces llegó mi tía y, con ella, otra niña. Mi tía, obligada por el cariño y por la sangre, siempre ha elogiado mi (inexistente) belleza. Siempre lo he entendido así, aún desde entonces. No tengo problemas con oír éso: sonrío, asiento tranquilo y callo. Sé que algunos entienden alimentar el autoestima del ser amado como obligación acompañante del afecto. Lo que no entiendo es por qué quiso forzar a esa otra niña a hacerlo.

Dicen que los niños son adorables. Comparto la opinión pero con la necesaria acotación: son capaces de una crueldad extrema, pura y sin límites. Paradojas andantes: inocentes pero ya corruptos.

Mi tía le pregunta a la niña: "¿Verdad que Beto está bien guapo?" Se me congela la sangre. "Querida, queridísima tía", quiero decirle, "¿Por qué tenías que involucrar a otra persona en esta mentira entre nosotros dos?" "Míralo, ¿verdad que sí?" Qué puedo hacer. Sonrío incómodo, sabiendo que lo que venga no será agradable pero sin esperar lo siguiente.

"Mmmmmh, la verdad está medio feo, jaja". Sonríe, se desprende de la mano de mi tía y arranca corriendo hacia las demás niñas. 

En retrospectiva, este momento aparece claro. Ella corriendo, mi tía muda de terror, sorprendida y sin saber qué hacer o decir. Yo, con un nudo en la garganta y con los pies bien sembrados en el suelo, queriendo correr en todas direcciones al mismo tiempo.

Algo balbucea mi tía. Intenta reconfortarme, darle un giro cómico al momento. Yo sonrío para no llorar, y regreso al interior de mi casa. Subo las escaleras, entro a mi cuarto, tomo un libro y me tiro sobre la cama a leer. 

Es gracioso porque ese momento lo recuerdo nítidamente pero no sé qué le dije a la niña para que sonriera.

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