jueves, 14 de junio de 2012

Libros y mujeres pendientes

Uno de mis primeros recuerdos es claro, a pesar de que entonces yo tenía alrededor de 4 años. Estoy sentado en la mesa del comedor, en la casa de mis abuelos. Mi abuela, perdida en algún rincón de la casa, sin duda limpiando o regando las plantas del jardín. Mi abuelo, sentado a mi lado, forzándome o invitándome a leer. Me inclino a creer que la primera es la más probable porque también me inclino a creer que la lectura es un placer, claro, pero adquirido.

Dado que prácticamente viví y crecí en esa casa donde acechaban las letras por doquier (algunas a la vista: los libros que mi abuelo acumuló a lo largo de su vida; otras, escondidas: las historietas y revistas de futbol que mis tíos acumularon en su infancia), me refugié en ellas. Sin lugar a dudas, ése fue un momento decisivo en el desarrollo de mi personalidad, para bien y para mal. No importa. El caso es que me dediqué a leer todo lo que tenía cerca, sin discriminar; aprendí a elegir como, probablemente, lo hace un ciego a caminar en un terreno desconocido: a tientas y sufriendo numerosos tropiezos.

Otro recuerdo. Mi mamá pasa por mí a la primaria. Estoy sentado, recargado en la pared con un libro entre las manos. Llega por nosotros y subimos al auto. Avanzamos en el tráfico y durante el resto del trayecto me distraigo constantemente con los panorámicos y los anuncios, grandes y pequeños. El libro descansa entre mis brazos, esperándome paciente. Mis ojos recorren de izquierda a derecha, taquicárdicos, intentando leer todo, que no se escape una letra. Entonces, corriendo el riesgo de leerme über-mamón, caí en cuenta de que me había "enamorado de las letras".

No me jacto de buen gusto en libros ni en mujeres. Me gustan todos y todas por igual. Sin embargo, he tenido buenos libros y buenas mujeres. Tienen un rincón especial en mi mente y en mi vida. Es más: me encargo de recordarlos, vivirlos y promoverlos. "Sí, he leído a tal o cual autor", suelto en una charla intelectualoide para pertenecer, manteniendo oculto en ocasiones mi gusto por la literatura chatarra e infantil.

Igual, escribo y hablo de las mujeres que han marcado mi vida merecidamente. Intermitentemente, es más, he perseguido a la mujer que (probablemente) compartirá el resto de mis días. Algunas veces convencido de que en algún lugar está escrito, en otras ocasiones pensando que yo estoy escribiendo una historia que raya en lo cursi y en lo cliché, "love conquers all" y esa mierda. Sin embargo, las putas, las malagradecidas y las casquivanas ocupan un lugar en mi corazón. Ellas son mi literatura chatarra: oculta pero no menos apreciada.

Lo que más me fastidia, lo que me quita el sueño, lo que verdaderamente me acongoja es otra cosa: todo aquéllo que no viviré. Es imposible tener todos los libros y amar a todas las mujeres. No, corrijo (o complemento): se pueden tener todos los libros pero no leerlos, así como se puede amar a todas las mujeres pero no ser amado por todas. ¿Cuántas letras quedarán empolvadas, llenándose de moho y de polillas, sin alimentar mi "alma"? ¿Cuántos labios estarán ahí afuera, esperando coincidir en un roce con estos labios (tan despreciables)?

Si algo aprendí en estos años de psicoanálisis es que el inconsciente nos tiende trampas. Toda acción manifiesta tiene un trasfondo psíquico. No sé, éso dicen. Entonces me pongo a pensar por qué estudié algo que, en teoría, me incita a permanecer en determinada área científica y en por qué me enamoré de una sóla mujer.

Siendo sinceros, me arrepiento (un poco) más de la primera.

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